JUICIO particular
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   La tradición cristiana ha enseñado siempre que los hombres reciben "una sentencia" en el momento del morir, pues termina su camino en la vida y comienza entonces su eternidad.
   Su misma conciencia, en la presencia del Señor Jesús, será la que les arguya del bien o del mal que han hecho en la tierra. Y el Señor Jesús, juez permanente de todos, sancionará su destino en esa hora suprema en que termina la vida y co­mienza la eternidad.
   Y por eso se piensa antropomórfica­men­te que, a continuación de la muerte tiene lugar el "juicio particular", es decir el "fallo divino" que decide la suerte eterna del que ha fallecido, el cual en ese instante ve lo que ha sido su vida y se hace consciente de su situación ya extratemporal y extraespacial.

   1. Sentido de ese juicio

   Es evidente que toda forma de hablar que reproduzca diseños y modelos operativos propios de este mundo, carece de sentido real en cuanto el tiempo y el espacio. Los lenguajes y las relaciones, los usos y las opciones, propios de esta vida pierden su sentido.
   Por eso sólo analógicamente podemos hablar de un juicio en el "mismo lugar" del fallecimiento, de una "sentencia" en el mismo "momento" del morir, de una respuesta del difunto al estilo de la que tendría en la tierra.
   La idea del juicio particular no ha sido definida nunca como doctrina explícitamente dogmática por la Iglesia católica. Es más bien una consecuencia del dog­ma de que las almas de los difuntos reciben premio o castigo según los méritos o deméritos conseguidos en la tierra.
   La enseñanza ordinaria de la Iglesia es la "inmediatez", la "perfección", la irreversibilidad" del premio del cielo, del castigo del infierno o de la catarsis del purgato­rio.
   Los concilios ecuménicos de Lyon y Florencia declararon que las almas de los justos que se hallan libres de toda pena y culpa son recibidas en seguida en el cielo; y que las almas de aquellos que han muerto en pecado mortal, o simplemente en pecado original,  “no van al cielo”. (Denz. 464 y 693).
    Pero no entraron a discutir cuestiones de forma, tiempo o modelo de la senten­cia, lo cual corresponde más a la razón y al sentido común que a ninguna comu­nicación divina. En este terreno, como otros similares, los teólogos y los pastores de almas tienen libertad de hablar.
   Benedicto XII declaró, en la Constitución dogmática “Benedictus Deus” del 29 de Enero de 1336, que las almas de los justos entran en el cielo inmediatamente después de la muerte (o después de su purificación, si tienen algo pendiente). Sus enseñanzas insisten en que, antes de la resurrección del cuerpo y del juicio universal, el cristiano recibe su sanción definitiva. Si es salvadora, es premiado con la visión inmediata de Dios. Si es condenatoria, el alma en pecado mortal va al infierno al morir. (Denz. 530.)

   Algunos autores medievales, como el Papa Juan XXII, pensaron que hasta el juicio universal, es decir al final de los tiempos, no se llegaba a la visión total de Dios, sino que era un tiempo o estado de espera con el gozo de la compañía de la humanidad de Cristo. Y también algunos escritores de los primeros tiempos, como Papías, San Justino, San Ireneo, Tertuliano, hablaron de un reino de mil años antes de los últimos tiempos del Juicio final, apoyándose en textos bíblicos como Apoc. 20. 1 y en algunas alusiones de los profetas alusivas al reino del Me­sías. (Dan. 2.21; 3.54; 5.26 y 7.22)
   Pero estas opiniones carecen de sentido y de base en la tradición de la Iglesia y en la misma naturaleza extratemporal y extrafísica de los hechos posterio­res a la muerte. La bienaventuranza final comienza al trascender la temporalidad de esta vida, ya que para Dios no hay tiem­po

   2. Enseñanza de la Escritura

   Lo que importa para entender la realidad del Juicio particular es explorar la Escritura sobre esta doctrina. Ciertamente se encuentra lige­ramen­te insinuada en diversos textos, pero de forma más indirecta que explícita, a diferencia de lo que acontece en relación al Juicio Universal y al final de los tiempos.
   Es precisamente la causa de que hayan proliferado diversas opiniones antropo­mórficas a lo largo de la Historia.
   Con todo, hay datos para asociar la idea de ese juicio con la su­premacía divina sobre las criaturas, explicitada de alguna forma de manera inmediata a la muerte. 
   En el Antiguo Testamento se insinúa la idea del a justicia divina pronta y eficaz. "El justo, aunque muera prematuramente, recibirá entonces con gozo el reposo." (Sab. 4.7); y "Los justos alcanzan pronto la corona de la gloria." (Sab. 5.16). Se insiste en el premio en el momento del morir: "El que teme al Señor tendrá un buen final y el día de su muerte será bendeci­do." (Eccli 1. 13).
    En el Nuevo Testamento se alude a diversos hechos o referencias a la deci­sión inmediata a la muerte. En la parábola de Lázaro y del rico Epulón, ambos son juzgados y enviados al premio o al castigo al morir. (Lc. 16. 22)
   Jesús dice al ladrón arrepentido que a la vera de la cruz agoniza: "Hoy mismo estarás conmigo en el paraíso." (Lc. 23. 43). De Judas dice S. Pedro en su primer discurso que se fue "al lugar que le correspondía". (Hech. 1. 25).
   San Pablo espera que, al morir, se llega a la bienaventuranza en unión con Cristo: "Deseo morir para estar con Cristo" (Fil. 1. 23); y habla de cómo, “en el Señor es donde está su verdadera morada”. (2 Cor. 5, 8). En otras ocasiones alude al hecho de que, al morir, cesa el estado de fe y comienza el de la contemplación. (2 Cor. 5. 7; 1 Cor. 13. 12).


 
 
 

 

 

   

 

 

  3. Enseñanza eclesial

   La enseñanza de la Iglesia, apoyada en esas insinuaciones bíblicas, se fue precisando con el paso del tiempo. Al principio no fueron muy claras las ideas de los escritores y de los Padres sobre la suerte de los difuntos al morir.
   No obstante, siempre fue explícita la enseñanza de que cada uno habría de recibir el premio o el castigo, según las acciones buenas o malas hechas en la vida. Algunos de los más antiguos escritores, como S. Justino, San Ireneo y Hilario o S. Ambrosio, hablaron de un cierto estado de espera entre la muerte y la resurrección, una forma de adorme­cimiento o parálisis indeterminada. Se debió más que a la negación de la inmediatez de la recompensa o del castigo, al mayor resalte del Juicio Universal, en donde Cristo había de mostrarse en todo su esplendor y triunfo.
   Tertuliano afirmó que los mártires no deberían de esperar esa exaltación final, sino que sus méritos de sangre les hacían acreedores a la entrada inmediata en el Reino de los cielos o "paraíso." (De anima 55; De carnis resurr. 43). San Cipriano enseñó que todos los justos entran en el Reino de los cielos y se sitúan junto a Cristo para gozar con El. (De mortalitate 26)
   San Agustín expresó dudas sobre si las almas de los justos, antes de la resu­rrección, disfrutarían, lo mismo que los ángeles, de la plena bienaventuranza que consiste en la contemplación de Dios o habrían de esperar algo, afirman­do el carácter misterioso de esta cuestión. (Retr. 1 14. 2).
  Prácticamente fue la teología escolástica la que "razonó" sobre la existencia del juicio y consolidó las opiniones. Sin embargo, esta "cuestión menor" en Teología no mereció demasiadas enseñanzas oficiales en la Iglesia y la diversidad de opiniones, tanto en Oriente como en Occidente, se mantienen hasta nuestros días.
   Todavía hoy muchos teólogos de la Iglesia ortodoxa oriental siguen estanca­dos en la ambigüedad de la doctrina, por lo que respecta a la suerte de los difun­tos, y defienden la existencia de cierto estado intermedio entre la muerte y la resurrección, estado desigual para justos y pecadores, pero que no es el definitivo y eterno.
   Sin embargo también hubo Padres antiguos, y escritores posteriores, más explícitos en la defensa de un tipo de juicio inmediato y de una recompensa o castigo definitivo al terminar la vida terrena. Así se expresaron San Juan Crisóstomo (In Mat. Hom. 14. 4), San Jerónimo (In Joel 2. 11), el mismo San Agustín en otros escritos. (De anima et eius origine II 4. 8)
   Desde la edad moderna, este punto quedó zanjado en favor del juicio particular, como preámbulo y precedente del Universal. Y se desarrolló la idea filosófica de la intemporalidad de la vida eterna, por lo que la cuestión se escapaba propiamente del campo teológico.
   El Catecismo Romano (18. 3) enseñó expresamente la verdad del juicio particular. Y la mayor parte de los catecismos posteriores lo mantuvieron.

   4. Catequesis sobre el Juicio

   Aunque sea "cuestión" menor en Teología, es un tema que se presta a serias reflexiones para chicos y grandes en referencia a la responsabilidad moral ante las propias acciones.
   Conviene enseñar con claridad que Dios, Providente y presente siempre, conoce todas las obras buenas y malas que se hacen. Es la propia conciencia la que, ante Dios, se dará cuenta de lo obrado y se sentirá acogida o rechazada por Dios, debido a sus obras.
   En este tema conviene superar la fantasía, la afectividad y los mitos fáciles que pueden provenir de leyendas, su­persticiones y creencias espúreas. Es la razón serena la que debe marcar la pauta en lo que se refiere a la acción serena de Dios en referencia al premio y al castigo por los hechos.
  Tres consignas catequísticas podrían servir de pauta.
      - Superar las categorías espaciotemporales, cuando el muchacho llega a cierta madurez y advertir lo que significa la ausencia de lugar y tiempos fuera de la vida y de la tierra.
    El niño pequeño no puede acceder a esta visión metafísica, pero a partir de los 12 ó 13 años se puede llegar a una visión más sutil de las realidades extraterrenas. El tema del juicio particular hay que identificarlo con las otras realidades escatológicas: el juicio universal, el cielo, el infierno.
      - Es importante resaltar la dimensión cristocéntrica de esta enseñanza. Pero en esa visión referida a Jesús, Juez universal, hay que enmarcar la dimensión antropológica. Es la propia conciencia la que registrar, evoca y juzga las propias acciones e intenciones.
      - Es conveniente usar esa conciencia como llamada a la responsabilidad, incluso en el secreto de la intimidad. Sirve de apoyo la certeza de que el juicio no será una lista de acusaciones y de sanciones realizada por el juzgador, sino una toma de claridad de lo que había permanecido muchas veces en la oscuridad y en el olvido.
     - Es interesante no separar las realidades escatológicas unas de otras. El juicio particular no se entiende fuera de las otras verdades. Por eso hay que acudir con frecuencia a las referencias evangélicas y sacar las consecuencias para la propia vida.